El señor más triste sobre la faz de la Tierra

Nadie llegó nunca a saber de donde vino. Nadie supo jamás qué fue de su infancia ni de su familia, qué sueños lo alentaron ni qué naufragios ahogaron su dicha. El caso es que un día, sin más, apareció.
Las primeras veces se le vio en un piano bar. Un local majestuoso y decadente, adornado con tapices polvorientos y desgastados, escayola pintada de oro en las paredes y mármol finamente pulido. Era uno de esos lugares en los que personas entradas en años evocaban tiempos mejores y atrapaban fugazmente trenes perdidos al ritmo de las notas apocadas de un viejo piano. Allí estaba él, solitario, apoyado en una columna, con su barba espesa y desaliñada, sus ojos apagados y melancólicos y una mueca triste en el lugar donde debiera estar la boca.
Una noche cualquiera un incauto cliente habitual del local cometió el grave error de dirigirle la palabra. En mitad de su alegre borrachera le preguntó que a qué venía esa cara fúnebre una madrugada de sábado. No sólo no obtuvo respuesta, sino que se vio paralizado por su mirada taciturna, dándose cuenta al instante de que no había palabra, grito, llanto ni agonía en el mundo capaz de describir la magnitud de la tristeza que se atrincheraba tras esas pupilas. El borracho alegre no tardó en dejar de serlo. Intentando encontrar en su propia vida retazos de una pena tan sincera, terminó por evocar fracasos y angustias que creía ya olvidados. Tal fue su desasosiego que no pudo hacer otra cosa que tirarse al suelo y llorar como un niño.
Cuando las parejas y los bebedores solitarios a su alrededor se acercaron para ayudarle a levantarse no les cupo ninguna duda sobre el motivo de su llanto. No podía ser casualidad que hubiese caído fulminado a los pies de una persona tan inconmensurablemente triste. Los más sagaces evitaron fijar la vista durante demasiado tiempo en el señor que, inmutable, seguía apoyado en su columna de mármol negro. El resto no tardó en sumar su llanto al del borracho en el suelo. La tristeza irrumpió entonces con tal ímpetu entre los añejos tapices y el solemne piano que aquella noche se saldó con siete suicidios.
Al día siguiente los medios de comunicación asediaban el piano bar y a los supervivientes de la debacle con cámaras y preguntas. Barajaron todo tipo de hipótesis: asesinato múltiple, intoxicaciones fatales provocadas por alucinógenos de nueva gama o por estupefacientes adulterados o, simplemente, obra de una secta encubierta. En un principio la idea de siete suicidios individuales quedó completamente descartada, hasta que una agencia de noticias consiguió una fotografía en la que se apreciaba al fondo el rostro del señor triste y los periodistas no tuvieron más remedio que asentir con gesto grave o que morderse la lengua para evitar llorar demasiado alto. La fotografía no fue publicada por miedo a la angustia social que ello podría provocar.
Con el tiempo esta imagen y otras, conseguidas después, se difundirían por toda la sociedad mediante el uso de las nuevas tecnologías. La distribución ocurrió de forma paulatina y seguramente esto fue lo que provocó que el impacto fuese menor de lo que cabría haber imaginado, lo cual no quiere decir que fuese imperceptible: durante los dos años siguientes la tasa de suicidios y los casos severos de depresión no hicieron más que aumentar.
Las reacciones que provocaba la visión del señor triste eran completamente diferentes en cada persona y dependían de la forma particular que ésta tuviese de interiorizar la tristeza. Sin embargo siempre había un denominador común: la sensación que causaba se hacía extrañamente persistente. Esto no dejaba de ser insólito en una sociedad en la que hacía muchos años que la inmediatez había sustituido a lo perdurable. Quien se enfrentase al duro reto de mirar a aquellos ojos repletos de sueños rotos, de esperanzas aplastadas y de ideales consumidos, conservaría durante mucho tiempo una impresión profunda como resultado de la hazaña. No tardaron en aparecer auténticos acróbatas del espíritu que proclamaban haber logrado darle la vuelta a la situación, enfocando esa profundidad en el sentir hacia los campos brillantes de la alegría y la esperanza. Se editaron muchos libros al respecto y los había de todo tipo. Estaban los de autoayuda, los simples folletos encajonados en alguna forma de pensar previa a la noche del piano bar, las fabulaciones acerca de lo magnífico y trágico de las hazañas y posterior caída del señor triste, los cuentos infantiles orientados a preparar a los niños ante tan inquietante personaje, las fábulas, las novelas, los relatos y, por último, las elaboradas y pantanosas disquisiciones filosóficas. Hubo quien afirmó que, dado que el señor triste seguramente fuese la representación platónica de la tristeza, en algún lugar del globo debía existir un señor alegre que hiciera de contrapeso y cuya sola visión hiciera derramar manantiales de felicidad sobre todo aquel que tuviese la inmensa suerte de cruzarse con él. Esta idea dio lugar a toda una generación de aventureros que recorrieron los lugares y paisajes más recónditos en busca de ese alter ego luminoso.
Mientras el resto del mundo murmuraba acerca de la incógnita planteada por la mera existencia del señor triste, éste vivía ajeno a todo en un barrio céntrico de la ciudad que había albergado el ahora clausurado piano bar. El nombre del barrio se mantuvo en secreto en un ejercicio de ciudadanía para evitar a los vecinos problemas tales como peregrinajes de curiosos al mismo, devaluación o inflación de los pisos de la zona y crisis de ansiedad severas.
Durante toda su vida conocida el señor triste mantuvo un hermético silencio. Tan sólo un intrépido reportero logró arrancarle unas palabras unos cuantos años después de su aparición. Tras asediarle estoicamente con preguntas logró obtener por respuesta la única frase que se le pudo achacar más allá del aquí tiene que pronunciaba todos los jueves por la mañana mientras depositaba el importe de la compra ante la caja del supermercado con la mirada fija en el suelo, como un arma descargada.
–Yo soy feliz con mi tristeza. Si ustedes son infelices con ella no me culpen a mí. –dijo antes de perderse en su portal una mañana de invierno.
Esta frase fue portada en todos los periódicos nacionales al día siguiente y dio lugar a interminables debates televisivos en los meses posteriores.
Con el paso del tiempo se fue dejando de hablar de él, aunque perduró su recuerdo en la memoria colectiva como un huésped intermitente que los días menos pensados maravilla y angustia al anfitrión con su presencia. El señor triste había terminado por ocupar un lugar en el imaginario colectivo.
Todos descubrieron cuanto habían llegado a apreciar a ese ser prodigioso de mirada fulminante el día en que se decretó una semana de luto nacional por su muerte. Doscientas mil personas de todos los lugares del país y de parte de los países extranjeros acudieron a su funeral, la mayoría de ellos sin saber exactamente por qué. Se le rindieron homenajes de estado y se alabó su integridad y su semblante impertérrito. Fue una despedida por todo lo alto cuya retransmisión cubrieron todos los medios de comunicación internacionales y tuvo algo de mágico y de inexplicable, como si estuviesen enterrando a un príncipe de fábula que eligió vivir en la mendicidad.
La versión más común entre las personas que acudieron al histórico entierro sin haber conocido jamás al difunto fue un sentimiento común de vacío, como si algo hubiese dejado de latir con fuerza en el corazón de la misma Tierra.

Acerca de Mario de Menezes

En ocasiones escribo cuentos.
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2 respuestas a El señor más triste sobre la faz de la Tierra

  1. sofia dijo:

    Sin palabras, me encanto

  2. Luna dijo:

    Es uno de los cuentos más lindos que he leído, me encantaño

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