Recuerdo el verano


Queridos hijos. Si estáis leyendo estas líneas seguramente haya sido a través de alguna referencia en un testamento que aún no he escrito. Aunque no puedo prever las circunstancias que rodearán mi muerte clínica, y careciendo del menor interés por acortar o prolongar la espera hasta ese momento, os escribo estas líneas para comunicaros mi último deseo. Espero que seáis diligentes en su cumplimiento.
Debido a lo arduo de la tarea que os voy a encomendar me veo obligado a remontarme al comienzo. Espero que así, haciéndoos partícipes del mundo inverosímil que he habitado, podáis, si acaso, alcanzar a entrever algo de lógica en dicho deseo.
Empezaré por mi niñez. Como os conté en alguna ocasión, durante los años en los que vivíamos todos juntos, transcurrió en la casa de campo de mis padres cercana a El Ronquillo, en la provincia de Sevilla. Recuerdo que los paisajes se presentaban insinuantes con sus pájaros y cigarras, con sus lombrices y serpientes, con sus riachuelos y sus laderas. Todo era para mí un misterio luminoso, una sorpresa radiante escondida bajo mullidas capas de hojas pobladas por alegres ciempiés. Sí, también los ciempiés eran un prodigio de la naturaleza por aquella época. Y siempre era verano. Mil veces he intentado pensar en otra estación al rememorar mi niñez pero tan sólo tengo recuerdos del verano. Del sol radiante y sus destellos bailarines sobre la alberca de la casa. De vuestra abuela Ángela diciéndome que iba a descubrir alguna nueva especie de tanto desbrozar la hierba seca en busca de escarabajos. De lo refrescante que era el arroyuelo de detrás de la casa que discurría en un pasadizo misterioso de nogales, enredaderas y malas hierbas. Así que terminé por pensar que durante mi niñez siempre fue verano.
Pero lo que más recuerdo de aquella época es la visión mágica del mundo que poseía. Ya sé que esto es algo común en todos los niños y me consta que vosotros también habéis visto el mundo con ojos maravillados durante vuestra niñez. Sin embargo permitidme la soberbia de tratar la mía como un caso aparte, ya que la fantasía y la magia me arrastraban a todo tipo de aventuras, encuentros y desencuentros de una rareza y particularidad que haría enmudecer a más de un pediatra. Pasaba horas analizando el lenguaje de los grillos hasta aprender a distinguir entre un canto alegre a la vida y un lamento solitario, me internaba en el viejo túnel para acostumbrar mis ojos a la oscuridad y poder intuir los grupos de murciélagos que tejían sueños del revés sobre mi cabeza, me enfrentaba a las malvadas chumberas armado con un palo robusto y terminaba en el hospital del pueblo con púas hasta en el paladar. Imagino que habréis oído alguna de estas historias por Ángela que vivía con el corazón en la garganta de tanto temer que el cabezón de su hijo se hubiese despeñado otra vez por uno de los precipicios que daban al arroyuelo.
Para mí la infancia siempre termina a los nueve años. Después de eso se entra en el mundo de las edades de dos cifras, mundo del cual poca gente sale con vida. Aunque supongo que considero que termina a los nueve años por ser la edad a la que terminó la mía. La edad a la que mis padres vendieron la casa de El Ronquillo y nos fuimos a vivir a una gran ciudad.
Dicen que todas las grandes ciudades se parecen y que se sabe cuándo se está en una de ellas por el caminar dirigido y sistemático de sus habitantes y por el gris que las separa de un cielo que huye espantado. Yo creo que es cierto y que mi historia habría sido la misma en cualquier gran ciudad. Ésta en cuestión – bien lo sabéis – se llama Madrid.
Mi primer recuerdo tras el traslado es de mi padre sonriendo mientras decía no hijo, este es un lugar para las personas, claro que no hay grillos por las noches. Al principio los eché a todos de menos. A los grillos, a las chicharras, a los ciempiés, a la casa, a la alberca, a las enredaderas y hasta a las malvadas chumberas. Sin embargo mi ilusión logró que me interesara por las cosas de la ciudad. De forma que, aunque ya no era siempre verano y el frío plomizo acechaba, aprendí a ser feliz corriendo por las calles en patines, viendo dibujos animados por las mañanas, inventando mundos de fantasía o jugando con mi fiel peonza. Fue ésta una época intermedia entre la niñez y la adolescencia en la que aprendí a soñar otros sueños y eso fue lo que me mantuvo vivo. Pero insisto, no considero los primeros años en Madrid como parte de mi niñez. No concibo una niñez sin grillos.
La añoranza de un mundo rural y sencillo me llevó a estudiar ciencias ambientales en la universidad. Lo hice para luchar por conservar la autenticidad y la verde alegría contra las que se había pronunciado el mundo moderno. Y no quedó ahí la cosa. Conforme iba madurando mi percepción, los sueños de mi infancia y adolescencia afloraron en ideales de todo tipo. Yo era un joven en un mundo de fórmulas predefinidas, de sentimientos postergados, de miedo a lo diferente y de furibundos ataques hechos desde la simpleza y nunca desde el corazón. En resumen: me inscribí entre las filas de los locos inútiles que desprecian las magnas obras de los sensatos.
Y entonces conocí a Leire. La reconocí al instante. Era la chica descorazonada que sujetaba una columna, completamente borracha, en una urbanización cercana a la casa de mis padres, donde yo vivía por aquel entonces. Al preguntarle si necesitaba ayuda y obtener un claro y quién no por toda respuesta supe que me había enamorado.
No tardamos en convertirnos en inseparables. Tuvimos un largo noviazgo de descubrimientos y autodescubrimientos. Me dejé conducir por su pelo oscuro, su irónica y destartalada forma de echarle valor a la vida y su mirada curiosa en la que no me cansaba de bañar. Terminamos por saber cómo éramos y por aceptarnos así, haciendo causa común de nuestras diferencias. Visto desde la lejanía se entiende que sólo algo tan brutal como la muerte de uno de los dos pudiese separarnos.
Al acabar la carrera conseguí un empleo para la empresa Chel haciendo análisis de la sostenibilidad y ayudándoles a disminuir el impacto medioambiental. O, al menos, eso es lo que me dijeron en la entrevista. No tardé en darme cuenta de que el puesto que se me había asignado no era más que un lavado de cara que, por cuestiones de imagen, necesitaba la empresa. Cuando descubrí la farsa en que se estaba convirtiendo mi vida profesional protesté ante mis jefes, pero no fui capaz de formular ninguna amenaza de cese, pues para entonces ya había comenzado una vida en común con Leire y por nada del mundo quería perder el sustento que me permitía pasar las noches y fines de semana abrazado a su taciturna alegría.
Fue por esta época cuando caí en la cuenta de su existencia por primera vez. Descubrí que dentro de mí estaba creciendo algo. En un principio no supe ponerle nombre, pero finalmente entendí que se trataba de una personalidad práctica.
Cada vez con más frecuencia, en el trabajo y en casa, encontraba en mi mente pensamientos impropios en mí. Pensamientos que me animaban a no obedecer más ley en esta vida que la del sentido práctico. En base a estas ideas empecé a retocar informes en Chel para poder contentar a los superiores. Y fue en aumento. Mis sueños se me comenzaron a presentar, poco a poco, como deliciosos delirios de juventud. Como un sarampión más que conviene pasar alguna vez en la vida. Yo era consciente de esto y luchaba contra el hombre práctico que crecía dentro de mi ser. Intentaba inundarle con ideas sublimes, pero él me escupía a la cara diciendo que los ideales jamás me darían de comer, que tenía que hacer cosas útiles como seguir directrices de gestión administrativa, facilitar la vida a inversores y demás pautas para restar importancia a las pequeñas cosas que hasta entonces habían iluminado mi existencia. La guerra entre las dos mitades fue larga y cruel; y durante su transcurso celebramos, emocionados, vuestros nacimientos.
Mis sentimientos estaban divididos entre estas dos irreconciliables versiones de mí. En ocasiones sentía simpatía por el soñador y su anhelo de otra realidad, de otra forma más sincera de dirigir mi vida. En otros momentos asentía con firmeza ante el hombre práctico y su sensata visión que, a buen seguro, me proporcionaría éxito y una vida confortable. Pero lenta e inexorablemente el hombre práctico iba imponiendo su visión sensata ante la magia que había acompañado a mis percepciones.
No sabría deciros en que momento empecé a descuidar la vida familiar, pero la cuestión es que lo hice. Soy consciente de que esto es algo que ya sabéis y no pretendo al contarlo redimirme ni excusarme, al igual que tampoco pretendo que os arrepintáis por vuestro trato esquivo cuando me toca visitaros. Es más, entiendo que lo hagáis, ya que encariñarse con un impostor que resulta ser otra persona debe figurar en las hojas de la infamia como el mayor de los engaños. ¿Por qué os cuento entonces esta versión de iceberg del hundimiento? Tan sólo quiero que entendáis cómo ocurrieron las cosas. Necesito que entendáis eso, necesito que veáis que el deseo que os quiero pedir no carece de lógica.
En aquel entonces no paraba de diseñar planes de trabajo con el área de marketing y de amansar a políticos cuya voluntad de salvar al planeta era una ficción provocada por el miedo al descenso de la intención de voto. Los ecologistas, entre cuyas filas me había encontrado, comenzaban a inundar las calles con exigencias a los capitales privados, y los gobiernos no tardarían en endurecer las restricciones sobre las emisiones contaminantes. Un mal día, cuya fecha ya no recuerdo, me di cuenta de que el trabajo había terminado por abarcar toda mi vida de forma paulatina. Tan paulatina que no pude detectarlo hasta que reparé en que llevaba semanas llegando a casa a unas horas en que vosotros, Tania y Evaristo, ya estabais dormidos. Creo que eso fue lo que más me dolió, no poder adornar vuestra niñez con cuentos. No poder, en definitiva, invitaros a soñar antes de dormir como habían hecho conmigo los grillos de El Ronquillo. Vuestros ojos intentaron guiarme y yo correspondí a sus luces cálidas con un pago atroz en indiferencia a plazos; pero no pudo ser de otra forma. La guerra que se libraba dentro de mí ya había escapado a mi control.
Perdonadme las divagaciones. Como iba diciendo, yo estaba trasvasando los instantes junto a vosotros a salas de reuniones y formularios. Y mientras esto ocurría, Leire observaba todo el proceso con afilada lucidez. Optó por distanciarse ella también, por construir una barrera psicológica que la defendiera del inevitable día en que su resistencia se vio sobrepasada, el día en que encontré aquella nota que decía he sido muy feliz contigo y te quería porque eras ese chico que perseguía sueños en un mundo de eterna vigilia, pero a ese chico me lo mataron y ya no siento rabia sino una tristeza inabarcable cuando miro tus ojos de vaca extraviada, me llevo a los niños, ya no puedo soportarlo más, gracias por haber sido quien fuiste.
Aunque entonces seguramente no os lo pareció, aún quedaba algo de mi antiguo yo, pues durante varias semanas culpé a ratos al hombre práctico por la situación a la que había llegado. Pero la realidad era mucho más dura, como pude comprobar una terrible mañana dos meses después.
Aquel día, el 17 de octubre del 2009, a los 36 años de edad, desperté con una profunda sensación de repugnancia y atormentado por la certeza de que había perdido algo de forma irremediable, algo que iba aún más allá de Leire y de vosotros. El peso muerto en mi interior fue lo que me hizo caer en la cuenta. Esa noche, mientras me revolvía dentro de aquella pesadilla recurrente en la cual ninguno de mis compañeros de trabajo me reconocía, se había librado la última batalla. Y el resultado no podía ser más evidente. El difunto soñador flotaba como un peso muerto dentro de mí, mientras que el hombre práctico reía su triunfo a mandíbula batiente.
Desde entonces se terminó la dicotomía en mi vida y todo fue eminentemente pragmático y racional. Desde entonces os visito los días que me toca hacerlo, apenas hablo con vuestra madre porque dice no reconocerme y parece sufrir con ello, sigo todas y cada una de las normas de la empresa, me esfuerzo por crear otras nuevas que la lleven a un mejor rendimiento económico y los pocos ratos libres los paso distrayéndome con programas de la televisión.
Ese soy yo desde que el soñador murió. Un hombre práctico, eficiente y que no pierde el tiempo con fabulaciones y quimeras inútiles. Soy así pero sé que no siempre fue así. Ya no albergo ideales ni sueños de un mundo mejor, pero no puedo evitar recordar en la distancia aquellos sentimientos que forjaron el pasado. Los recuerdo y evoco como la vida de otra persona, y es justo eso lo que me hace manifestaros mi última voluntad.
Sé que, en realidad, yo fui un soñador que se vio contagiado por el pragmatismo. Esto me lleva a la inevitable conclusión de que quien realmente murió la madrugada del 17 de octubre del año 2009 fui yo. Digo esto sin el menor dramatismo, ya que de nada sirve combatir cosas tan irremediables como la verdad y la muerte. Podría intentar ocultarme esta revelación pero me es imposible porque, aunque ya no sea quien fui, no he perdido los recuerdos. Y recuerdo el verano eterno.
Recuerdo la vida henchida de jugo y mi hambre insaciable, los sueños interminables que ya no volverán, el campo, el arroyuelo, los grandes ideales de justicia y libertad, a Leire borracha sujetando la columna y a vosotros, Evaristo y Tania, con vuestros ojos de búho cuando el cuento de la noche era más interesante de lo habitual. Recuerdo todo eso y sé que no pertenece a mi vida, sino a la vida de otra persona que murió aquella noche de otoño. Y como tal os pido que esa sea la fecha de defunción que figure en mi lápida y en el registro civil.
Espero haberme explicado de forma clara y que hayáis podido entender la motivación de tan inusual deseo. Cumplidlo sabiendo que vuestra lucha no es menos noble que las que yo emprendía en vida. Os deseo la mayor de las suertes al lidiar con los más básicos estatutos de la burocracia. Pero no lo hagáis por mí. Hacedlo por los soñadores que aún sobreviven.

Acerca de Mario de Menezes

En ocasiones escribo cuentos.
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