El señor del traje marrón sentado a la mesa es achaparrado, tiene gafas con grandes lentes encuadradas en una montura color caramelo y luce una calva flanqueada por escasas hebras de pelo blanco que cruzan sus sienes y las arrugas de su cara. Con gesto metódico saca del bolsillo de su chaqueta dos billetes de cincuenta euros y los pone sobre la mesa. El joven camarero los alcanza con lentitud vacilante.
Sí, entiendo que quiera consultarlo con el pequeño Gerardo. Vaya, vaya usted, que yo mientras le hago sitio.
El señor del traje marrón quita de la silla metálica contigua la bolsa de papel y la pone en el suelo. Del bolsillo izquierdo del traje extrae un paquete de tabaco y una caja de cerillas. Se coloca un cigarro en los labios, prende una cerilla con la que se enciende el cigarro y vuelve a guardar en el bolsillo el paquete y la caja de cerillas. Fuma mientras espera. El camarero regresa y toma asiento frente a él.
Lo que son las cosas, ¿verdad? Yo trabajaba aquí al lado. ¿Ve ese comercio allá abajo a mano derecha? El que es todo cristalera sucia. La peluquería Dandi, seguro que sus padres la conocen. Tuvo sus momentos, no voy a decir que no, aunque también me los cobró en desvelos y berrinches. Cuando la abrimos, hace treinta y ocho años, vivíamos en ella mi hermano y yo, y ahora que está cerrada me sirve a mí de hogar; así que me ha dado cobijo al principio y al final, cuando más lo he necesitado. Sí, ha sido una buena peluquería.
El señor del traje marrón expande de forma casi imperceptible el espacio entre las comisuras de los labios en un amago de sonrisa justo antes de exhalar el humo de la última calada. Apoya el cigarro en el cenicero transparente donde se queda desprendiendo ceniza.
Así que ya ve la de años que llevo pasando junto a este bar. Y fíjese que aún conociendo al Gerardo, nunca me había dado por pararme en él, ocupar una silla y tomarme tranquilamente una cerveza como estoy haciendo ahora. Pues no sabría decirle el motivo exacto, supongo que ni siquiera me dio tiempo a pensarlo por el ajetreo del día a día; sobre todo porque me las ví y deseé para sacar adelante los tres hijos que tuve con la que fue mi Berta, que en paz descanse. Dos niños y una niña. De pequeños tenían más nervios que carne y no se les podía dejar entrar en el local porque les daba por ver juego por todas partes, así que si me descuidaba me encontraba por los suelos los restos de cualquier frasco de esas colonias francesas que cuestan un ojo de la cara. Y eso por no hablar de la vez que Noa rapó a trasquilones a una amiga de clase y su madre casi nos denuncia, aunque a la chica le gustó el corte porque lo había visto en no se qué revista. Luego fueron echando seriedad, qué remedio. En los últimos años tuve al mayor, el Rober, empleado allí hasta que fue a ganarse la vida en el extranjero, como antes hicieron su hermano y su hermana. Como todos. Un año antes se nos había muerto Berta y nos andábamos tropezando con su ausencia en cada esquina y baldosa de la casa, así que no se imagina cómo me acuchilló la soledad cuando se fue el único hijo que me quedaba aquí, pero, ¿qué otra cosa iba a hacer el chaval? La clientela escaseaba desde que Marco Aldany abrió a dos manzanas. Claro que seguían viniendo la mayoría de los clientes de toda la vida, pero ya no era lo mismo. Y no paraban de subirme los intereses por la hipoteca. Eso fue lo que nos perdió, el maldito sueño del piso familiar.
El señor del traje marrón alcanza el cigarro y da muchas caladas cortas seguidas. Deja lo que queda del cigarro en el borde del cenicero, carraspea y decide suavizar su garganta con un largo trago de cerveza. Su nuez sube y baja mientras sus ojos, a través de los cristales gruesos, se mantienen entrecerrados. Luego posa el vaso en la mesa, agarra la bolsa de papel y la pone en su regazo.
No crea usted que cuando pedí la hipoteca no sabía de la maldad de esos prestamistas de oficina. No señor, ni que fuese la primera vez que me endeudaba con un banco. Lo que pasa es que uno evita pensar durante tanto tiempo que esa gente tiene garras que al final se olvida de que las tiene. Pero sí que tengo que reconocer que no esperaba que llegasen a tanto, porque cuando joven compré un estudio con Berta y la cosa fue bien diferente. Verá, yo había abierto hacía nada la peluquería junto con mi hermano Tobías. Le compramos el local a tocateja a un relojero con lo que nos habíamos ganado de la poda en los pueblos de la zona. Sí, yo he vivido toda la vida en estas tierras bercianas. Crecimos en una finca cerca de Pieros. Allí teníamos vides y desde pequeños ayudamos a recortar viñedos para que diesen mejores cosechas. Pronto en los dos Valtuille se supo de nuestro talento y nos empezaron a llamar de otras fincas, así que nada más levantar un poquito la cabeza del suelo, Tobías y yo dejamos los estudios y nos fuimos dedicando por estaciones a la poda, desniete y aclareo. Tuvimos mucho éxito. Visitamos casi todos los viñedos del Bierzo y Valdeorras. En poco más de diez años, con algo de ayuda familiar, logramos dinero suficiente para abrir la Dandi aquí en la ciudad y cambiar unos tallos por otros. Pues aunque no lo crea no hay tanta diferencia, tan sólo se trata de cortar y de saber por dónde hacerlo para que el resultado no espante a la vista y el crecimiento sea natural. Es fácil, créame, los de arriba, los grandes segadores, lo hacen mal pero es a propósito.
El señor del traje marrón pasa un brazo por encima de la bolsa de papel, en actitud paternal. El papel responde con un crujido suave mientras el señor del traje marrón fija su mirada en los destellos del sol contra la mesa. Alarga el brazo y bebe otro trago largo de cerveza.
Hace seis años que empezaron a mostrar su verdadera cara, ¿lo recuerda? Es normal, seguro que andaba tras las faldas de alguna mujer y hacía bien en no querer saber de todo esto. Poco después de que empezara todo Berta perdió su trabajo. La empresa de dulces en la que trabajaba cerró, así que intentamos afrontar la deuda con los ingresos de la peluquería, pero no nos llegaba. Le voy a ser sincero, si para saldar una deuda tengo que quitarle a mis hijos el puñado de arroz y las patatas de la mesa prefiero no pagar un céntimo y apelar a la compasión de mi acreedor. Sí, pobre ingenuo, pensará. Y tiene razón, así nos fue. Noa y Yago, los más pequeños de la casa, se fueron juntos a Londres para buscar trabajo, y nosotros les ayudamos hasta que lograron encontrar algo. Ahora van enlazando noches en alguna recepción con mañanas tras la barra de locales de comida rápida y tardes impartiendo clases de castellano. Y hace dos años se les unió Rober, así que al menos están los tres juntos. No es la vida que yo había deseado para ellos, pero es mejor que esto. Y son muy buenos chicos, demasiado buenos para este mundo. Por más que les he insistido no han dejado nunca de mandar parte de su sueldo para ayudar a los que quedábamos aquí. En fin, siempre podrían cambiar las cosas y que a las personas como ellos se les de alguna oportunidad, ¿verdad?
El señor del traje marrón no ha soltado el vaso. Ahora bebe otro trago largo y suspira. Deja el vaso sobre la mesa y libera a la bolsa de papel de su brazo izquierdo, la levanta por las asas y vuelve a ponerla en el suelo. De la boca del cigarro, aún en el borde del cenicero, cada vez se eleva un humo más tenue.
Claro que no, ¿qué voy a hacer allí si ni siquiera sé inglés y los mejores momentos los he vivido en esta ciudad de roca y cemento? Fui en un par de ocasiones para asegurarme de que estaban bien y no les faltaba nada importante, y ellos vienen una vez al año a verme. Lo último que sé es que Noa y Rober tienen parejas estables y Yago anda siempre tras alguna mujer, al igual que usted. No, no lo niegue. Siempre hay una mujer. Pero, como le decía, echaré de menos todo esto. El murmullo del Sil por las mañanas, el castillo incrustado en pleno centro para asombro de los turistas, aquella torre campanario sin ir más lejos. Sí, voy a echar de menos a esta ciudad y a su gente. Y pensar que a tantos de ellos les he lavado y cortado el pelo. ¿Cómo? Pero si ya le he dicho que no voy a ir a ninguna parte.
El señor del traje marrón bebe un trago larguísimo con los párpados cerrados. Su nuez sube y baja veloz una y otra y otra vez hasta apurar por completo el vaso. Abre los ojos y deja el vaso vacío mientras mantiene la mirada perdida más allá del joven camarero.
Me he quedado solo. Y ahora me quieren quitar lo único que tengo, la peluquería que abrimos el mismo año que conocí a Berta. Verá, me habría gustado ser mejor marido, ser mejor padre, ayudar a Berta con los niños, sorprenderlos alguna mañana con cruasanes calientes esperándoles en el salón, cerrar más a menudo la Dandi y pasar más tiempo con todos ellos. Tanto esfuerzo y para qué. Tan poca vida y para qué. Todo obligaciones. Primero el estudio para vivir junto a mi Berta, luego alimentar y sacar adelante a nuestros tres rapaces, luego la casa que compramos cinco años antes de la crisis. Y mientras tanto siempre pendiente de llamar para pedir con tiempo una nueva remesa de talco o de after shave, de ser cercano pero no invasivo con los clientes, de estar a la última para atender todo tipo de peticiones, de sacar del suelo todos los días varias alfombras de pelo, de los nombres, de las caras, de las gentes, de los cobros, de las vueltas, de Marco Aldany, de pagar a mi hermano su parte en la peluquería cuando tuvo que volver a Pieros para siempre, de pagar el estudio, de pagar el piso, de coleccionar letras impagadas, de las despedidas transitorias de los niños, de la despedida de Berta tan terminante, del desahucio, de sacarlo todo a la calle antes de que me echasen de la casa solitaria, de encajar los muebles de mala manera en la Dandi, de habituarme a vivir en una esquinita de la Dandi, de llenar mi mundo con cajas de mudanza a sabiendas de que nunca las iba a abrir, de vivir, dormir, trabajar y atender a la clientela bajo el mismo techo hasta cansarme y cerrar, de contar los días que faltan hasta que me quiten también la peluquería para saldar el resto de la deuda, de contenerme para no golpear al abogado cuando me explicó que no me preocupase por mis utensilios de trabajo porque eso no me lo iban a embargar. No crea que es la pobreza lo que me altera. No señor, es algo más profundo. Es ese silencio que se forma alrededor de uno, que se pega a la piel como plástico mojado, repugnante y torpe. Ese es nuestro castigo por no ser como ellos, el silencio. Pero hoy escucharán, todos escucharán. No piense que hablo por usted, por haber comprado a cien euros la cháchara de un peluquero viejo. Eso es algo menor en estos tiempos. No, no me los devuelva. A todos nos hace falta, hijo, a usted también, sino ¿cómo va a hacer planes con esa mujer? Esta bien, hagamos un trato. Guárdeme la cartera un momento, a la vuelta la recojo junto con los cien euros.
El señor del traje marrón agarra la bolsa de papel con la mano derecha, se incorpora y da media vuelta, dejando a su espalda al camarero y la mesa de aluminio sobre la que reposa su cartera de cuero negro junto al cenicero con los restos del cigarro apagado. Comienza a andar calle abajo con pasos breves. A cada paso de la pierna derecha, la bolsa oscila y cruje. Es una mañana soleada y muchas personas de mediana edad afanadas en sus compras se cruzan con él mientras desciende hacia la peluquería. En el camino pasa ante puertas de madera, fachadas amarillas, balcones con geranios, un soportal de mármol, comercios de alimentación, una cristalería y una papelería. Una vez ha llegado a la altura de la peluquería se para frente al cristal enmarcado en madera blanca que hace las veces de puerta. A su izquierda, al otro lado de la cristalera oscurecida por el polvo, se puede observar una hilera de sillones situados frente a espejos y repisas con frascos repletos de peines, pinzas, tijeras y navajas. Sobre un par de estas repisas descansan secadores tumbados con sus respectivos enchufes enroscados sobre ellos. Las paredes de la peluquería son blancas y el suelo está compuesto por grandes baldosas de cerámica marrón. En una esquina muy al fondo, entre dos lavabos de loza con cavidades donde reposar la nuca y un viejo armario abierto, se percibe un colchón sobre el que hay un enredo de sábanas, mantas, pantalones y camisas que dan un aspecto de nido. A sus pies hay tantas cajas de cartón cerradas, pegadas la una a la otra, que apenas se ven las baldosas.
El señor del traje marrón grita. En sus gritos hay reproches e insultos, hay nombres y apellidos, hay rabia y tristeza, hay dignidad y vergüenza. Termina diciendo que ahora no van a tener más cojones que verlo aunque no quieran. Luego pasa el brazo izquierdo por debajo de la bolsa de papel mientras introduce en ella la mano derecha. Deja caer la bolsa vacía al suelo al sacar de ella una lata de gasolina. Desenrosca el tapón de la lata y se empapa en gasolina de la cabeza a los pies. Rebusca en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y extrae las cerillas. A su alrededor se escuchan gritos de los viandantes pero ninguno reacciona. El hombre del traje marrón restriega la cerilla contra la caja. Hay un pequeño chasquido pero no llega a prender. Las manos le tiemblan mientras prueba una vez y otra. A lo lejos se escucha a alguien gritar. Al cuarto intento la cerilla prende mientras el joven camarero se abalanza sobre el señor del traje marrón.